jueves, 14 de febrero de 2008

El amor mata

Pensaba en su suerte, en su vida, en su hambre y en su amor; cuando caminaba de regreso a casa. Pensaba en la risa, en la vida, en la brisa y en su amada; cuando cruzaba la última calle, cerca de su hogar.

Suspiraba y suspiraba, reía y reía, soñaba y soñaba; mientras abría el portón. Cuando estuvo dentro, en casa, encendió las luces y el televisor, sintió un vacío en su interior.

Se arropó con una frazada y se recostó en el sillón de la sala, los sonidos del televisor iban y venían, inundaban la habitación, mas él ya no los escuchaba. Soñaba.

Llegó el sueño y le llevó a visitar bellos parajes, llenos de rosales, aves, niños, risas y mil cosas felices más; y cerca, muy cerca, en una banca de blanca piedra, en posición de “tu y yo”, se encontraba esperando su amor. Flotaba.

Cuando despertó, caminó hasta su cama, se metió entre las sábanas y dejó que un frío intenso, albergado en las sábanas de seda, le recorriera la espalda, hombros, cuello, cabeza y pudor. El sueño continuó.

Despertó muy tarde la otra mañana, se lavó muy rápido la boca y la cara. Se puso ropa limpia, zapatos y cinturón. Salió a la calle y caminó para alcanzar el camión. Esperó.

Llegó la noche y él seguía esperando, enfurecido, triste, llorando y lleno de dolor. Pasaron mil camiones y ninguno le llevó. Pasaron perros y ninguno le ladró. Pedrito, su vecino, de apenas unos 8 años de edad, ni si quiera le miro.

Lloraba, de una forma incontrolable, porque a un costado, en el suelo, una silueta blanca adornaba el suelo. Una muerte fresca y joven, marcada con tiza, pintada con resignación.

Al mirarla, recordó el instante, justo al cruzar la última calle, exactamente la noche anterior, en el que un deportivo negro le arrancó su más tierna ilusión.
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