jueves, 14 de agosto de 2008

Triste final para un amor sin final

En una noche de luna llena, instantes antes del amanecer, dos amantes se encontraron a la orilla del lago Tamaris. Solían verse todas las noches a escondidas, puesto que sus padres no podían permitirles verse el uno al otro. Tampoco podían pensar en comprometerse, pues hubiese sido lo mismo que arrojar las manos al fuego. Sin embargo, se conformaban con vivir esta mágica aventura que se repetía noche tras noche y parecía nunca terminar.

El hecho es que todos los días, muy temprano por la mañana -justo antes de salir el Sol-, nuestros queridos amantes se entregaban en un beso apasionado que les mantenía en un trance que duraba toda la mañana y hasta el día siguiente, cuando regresaban por más. Vivían ellos enamorados, encantados uno del otro, ignorando que a sus espaldas una terrible tragedia teñiría de rojo su dulce fulgor.

El amante, durante el día, ayudaba a su padre en los negocios de la familia. No era este un muchacho al que se le dieran fácilmente los números, pero contaba con una astucia que solo su padre podía igualar. Por las tardes montaba a caballo y en ocasiones solía asistir a una que otra reunión en la que su presencia no podía faltar.

La novia, por lo contrario, venia de una familia humilde que se encargaba de limpiar las caballerizas del lugar. Su padre había trabajado como mozo por mucho tiempo para la familia del novio, pero poco a poco su honor fue decayendo hasta quedar recluido en la penosa tarea de limpiar el estiércol de los finos caballos que aquella casa magna solía comprar.

Cierta noche, camino hacia el lago, el novio, sintió una terrible ansiedad de poseer a su amada no solo de noche, sino de día por igual. Sintió que el beso de aquella mañana ya no le satisfacía tanto como el del día anterior, por lo que pasó las siguiente semanas, casi como un fantasma, tratando de figurar una oportunidad de presentar a su amor ante los ojos de los demás. Sabía muy bien que no era tarea sencilla, pues su padre fácilmente podría mandarlo a encerrar por un tiempo o a su querida estrella mandarla a matar.

Estuvo el novio así varios meses hasta que un viejo amigo le sugirió el visitar una vieja bruja que vivía a unos cuantos kilómetros de su hogar. Fue así como él, fascinado con la idea de tener a su amor, le compró a esta señora, a cambio de unas cuantas monedas, la terrible solución que les voy a relatar.

-Dale de beber de este vino –dijo la frágil señora- y no olvides que toda la botella se tienen que terminar. Hasta la última gota y, cuando ya nada quede en la copa, vístela con seda blanca y en una yegua blanca hazla montar. Que galope toda la noche hasta llegar a las puertas de tu padre, quien la recibirá como un noble que pronto tú habrás de desposar.

La noche siguiente, según le había dicho la anciana, llevó la botella a su amada y pronto le platicó del plan. Bebieron hasta secar la botella. La envolvió con una fina capa de seda y en su mejor yegua le hizo montar. Le mando un último beso por aire y le obligó a cabalgar.

Llegó la mañana siguiente y de la novia no se supo más. El novio, afligido, recorrió el camino de arriba abajo por varias semanas más. Finalmente, una mañana, mientras él se encontraba buscándola como ya solía acostumbrar; encontró la capa de seda flotando en el lago en la parte central. Corrió entonces el novio, se lanzó a las frías aguas del lago y llegó hasta donde se encontraba la capa como si fuese esta un altar. Era la misma, no cabía duda, un leve aroma, aún impregnado en la ropa, de su más preciado amor aún se podía disfrutar.

Fue tanto su dolor, rabia y desesperación; que dejó de nadar y su cuerpo al fondo del lago se fue a depositar. Desde ese momento, él y su amada, flotaron todas las noches sobre la orilla del lago que alguna vez les viera besar.

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