lunes, 29 de diciembre de 2008

El medallón misterioso

-Las cosas no van bien- dijo Juan, mientras torcía los dedos de sus manos por debajo de la mesa.
-El otro día –continuó-, me levanté muy temprano por la mañana y descubrí que ya no estaba en la cama. Me levanté de un salto y la busqué por toda la casa, mas no pude hallarla- comentó, la voz se le quebró por un instante.
Carmen, quien se hallaba a su lado, no pudo evitar mirarle las uñas, las ropas, dientes, cabellos y todo lo demás. Parecía un pobre diablo que había escapado del manicomio. Cuidando sus palabras, preguntó:
-¿Quién más conoce su existencia?
-Nadie, es lo más extraño- respondió Juan.
-Comprendo, ¿le has hablado a alguien sobre esto, además de mí?
-¿Cómo cree, comadre? –dijo Juan, un tanto afectado por la pregunta-, si no confío en nadie más que en usted.
-Haces bien, compadre, porque alguien más podría sacar ventaja de ello. Ahora, cuénteme otra vez como fue que la recuperó.
Juan, quien no se cansaba de hablar de ello, le contestó:
-Nada, comadre, no hice absolutamente nada.
-Y, ¿entonces?
-Si se lo acabo de decir, apareció así nomás –fue la respuesta de Juan, quien comenzaba a perder los estribos.
-Y no es la única vez –comentó de nuevo-, ya la semana pasada lo hizo y la anterior también.
-Oye compadre, ¿no será que te están haciendo brujería?
-¿Cómo cree, comadre?, yo no creo en esas cosas. De lo que sí estoy seguro, es  que alguien se mete a mi casa a hacerme maldades. Lo sé porque la puerta de la calle siempre la encuentro abierta.
-No, pos sí. Yo que usted iba derechito con doña pelos y le pedía que viniera a limpiar mi casa. Ya sabe, por aquello de los muertitos.
-¿Usted cree? –preguntó Juan-, no lo sé comadre, si mi Lupe estuviera aún en la casa, ya me habría dado cuenta…
-¿Cuenta de qué, compadre? Yo que usted iba ahorita mismo que la doña anda de buenas. Igual y hasta un descuento le da.
-Puede ser –respondió Juan, pensando que la comadre pudiera tener razón-, usted si que se preocupa por uno.
-No se crea, compadre. Ande, váyase de una vez antes de que se le arruine el día a doña pelos.
-Tiene razón, comadre –dijo Juan, con la mano en el sombrero, abriendo la puerta y cerrándola por detrás-. Le encargo mi cantón, no he de tardar…
Juan no había llegado a la esquina, cuando la comadre ya había corrido hasta la habitación principal y sacó el medallón de debajo del colchón, dijo:
-Ese mi compadre es rete pendejo… Claro que si compadre, yo se lo cuido re bien…

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jueves, 25 de septiembre de 2008

Sueños en una cama fría

Corría el año 2045 y parecía que éste sería el último que Lauro vería. Su cuerpo, llagado y consumido por el dolor y la pena, se encontraba en cama desde hacía un año. Su alma, agobiada y consumida por la pena y la desilusión, se hallaba flotando en una nada que parecía robarle poco a poco la vida.

Estaba Lauro condenado a pasar los últimos instantes de su vida conectado a un respirador artificial. La gente que le rodeaba no lograba establecer una conexión ni siquiera similar con él y pronto se fastidiaron de verle sufrir y morir. A partir de ese momento, Lauro quedó abandonado a los martirios de una muerte lenta, dolorosa y solitaria.

Podía decirse entonces que no sentía dolor alguno. Que su alma le había abandonado desde hacía mucho tiempo, puesto que su cuerpo no demostraba verse afectado por el frío o el contacto humano. Sin embargo, las leyes del estado prohibían retirarle el aquel oxígeno que le mantenía vivo, hasta que familiar alguno le concediera aquella gracia mortal y el final de su agonía.

Una noche, tras un trágico accidente en el que el hospital se vio superado en su capacidad, fue desconectado de sus máquinas y abandonado en un viejo pasillo del edificio. Poca gente se enteró de su estancia en este frío y hostil lugar, y la que pudo enterarse no logró hacerlo debido a que Lauro no dio muestras de incomodidad o aflicción.

Abandonado a su cruel destino, del que ya no tenía caso escapar, Lauro se refugió en lo más profundo de su imaginación. Visitó su hogar, su familia y todo lo que pudo recordar. Evitó aquellos momentos que le arrebataron la felicidad. Viajó por mucho tiempo, entonces, hasta que su cuerpo se apagó y las cadenas que le ataban a este mundo se rompieron y le concedieron su anhelada libertad.

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jueves, 14 de agosto de 2008

Triste final para un amor sin final

En una noche de luna llena, instantes antes del amanecer, dos amantes se encontraron a la orilla del lago Tamaris. Solían verse todas las noches a escondidas, puesto que sus padres no podían permitirles verse el uno al otro. Tampoco podían pensar en comprometerse, pues hubiese sido lo mismo que arrojar las manos al fuego. Sin embargo, se conformaban con vivir esta mágica aventura que se repetía noche tras noche y parecía nunca terminar.

El hecho es que todos los días, muy temprano por la mañana -justo antes de salir el Sol-, nuestros queridos amantes se entregaban en un beso apasionado que les mantenía en un trance que duraba toda la mañana y hasta el día siguiente, cuando regresaban por más. Vivían ellos enamorados, encantados uno del otro, ignorando que a sus espaldas una terrible tragedia teñiría de rojo su dulce fulgor.

El amante, durante el día, ayudaba a su padre en los negocios de la familia. No era este un muchacho al que se le dieran fácilmente los números, pero contaba con una astucia que solo su padre podía igualar. Por las tardes montaba a caballo y en ocasiones solía asistir a una que otra reunión en la que su presencia no podía faltar.

La novia, por lo contrario, venia de una familia humilde que se encargaba de limpiar las caballerizas del lugar. Su padre había trabajado como mozo por mucho tiempo para la familia del novio, pero poco a poco su honor fue decayendo hasta quedar recluido en la penosa tarea de limpiar el estiércol de los finos caballos que aquella casa magna solía comprar.

Cierta noche, camino hacia el lago, el novio, sintió una terrible ansiedad de poseer a su amada no solo de noche, sino de día por igual. Sintió que el beso de aquella mañana ya no le satisfacía tanto como el del día anterior, por lo que pasó las siguiente semanas, casi como un fantasma, tratando de figurar una oportunidad de presentar a su amor ante los ojos de los demás. Sabía muy bien que no era tarea sencilla, pues su padre fácilmente podría mandarlo a encerrar por un tiempo o a su querida estrella mandarla a matar.

Estuvo el novio así varios meses hasta que un viejo amigo le sugirió el visitar una vieja bruja que vivía a unos cuantos kilómetros de su hogar. Fue así como él, fascinado con la idea de tener a su amor, le compró a esta señora, a cambio de unas cuantas monedas, la terrible solución que les voy a relatar.

-Dale de beber de este vino –dijo la frágil señora- y no olvides que toda la botella se tienen que terminar. Hasta la última gota y, cuando ya nada quede en la copa, vístela con seda blanca y en una yegua blanca hazla montar. Que galope toda la noche hasta llegar a las puertas de tu padre, quien la recibirá como un noble que pronto tú habrás de desposar.

La noche siguiente, según le había dicho la anciana, llevó la botella a su amada y pronto le platicó del plan. Bebieron hasta secar la botella. La envolvió con una fina capa de seda y en su mejor yegua le hizo montar. Le mando un último beso por aire y le obligó a cabalgar.

Llegó la mañana siguiente y de la novia no se supo más. El novio, afligido, recorrió el camino de arriba abajo por varias semanas más. Finalmente, una mañana, mientras él se encontraba buscándola como ya solía acostumbrar; encontró la capa de seda flotando en el lago en la parte central. Corrió entonces el novio, se lanzó a las frías aguas del lago y llegó hasta donde se encontraba la capa como si fuese esta un altar. Era la misma, no cabía duda, un leve aroma, aún impregnado en la ropa, de su más preciado amor aún se podía disfrutar.

Fue tanto su dolor, rabia y desesperación; que dejó de nadar y su cuerpo al fondo del lago se fue a depositar. Desde ese momento, él y su amada, flotaron todas las noches sobre la orilla del lago que alguna vez les viera besar.

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miércoles, 5 de marzo de 2008

Triste desaparición

Era un sábado por la noche, muy entrada ya la noche, cuando se ha escuchado el primer grito de dolor. Cuando ya todos estaban en cama, en el suelo o en el patio, inconscientes por el sueño, digeridos por el sopor; cuando el grito se elevó hasta los confines de la tierra y desapareció entre las nubes y más allá de las estrellas, hasta que no quedó más que el respingo que de la cama a mucha gente sacó.

Este grito, el cual nunca antes había ocurrido, fue el mismo que a don Teófilo le hizo pensar que el día que tanto temía se acercaba ya por la ventana y le bañaba de llanto los pies. ¡Qué horror! ¡Qué fastidio! Este señor se ha tirado al piso y con sus lágrimas ha formado un río que lleva entre la corriente trazos de dolor y desesperación.

Una brisa de aire frío se mezcla lentamente con los suspiros de la gente, quienes, sin prestarle mucho de su consciente, se entregan a ese placer que solo se da por las noches y que tanto nos hace bien.

El caso es que ese grito, que tenía a don Teófilo con la cara en el piso, ha sido la señal que alguna vez habría de llegar, bien lo sabía este viejito. “Llegará y el dolor te consumirá” fueron las palabras que el espectro había alcanzado a pronunciar.

Dolor. No había otra cosa en su cuerpo. Dolor, lágrimas y más dolor. Su carne se desintegró con cada suspiro. Con cada lágrima sus pecados lavó. Cuando la última gota hubo llegado al suelo, un segundo grito manó del mismo y por las calles del pueblo vagó.

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jueves, 14 de febrero de 2008

El amor mata

Pensaba en su suerte, en su vida, en su hambre y en su amor; cuando caminaba de regreso a casa. Pensaba en la risa, en la vida, en la brisa y en su amada; cuando cruzaba la última calle, cerca de su hogar.

Suspiraba y suspiraba, reía y reía, soñaba y soñaba; mientras abría el portón. Cuando estuvo dentro, en casa, encendió las luces y el televisor, sintió un vacío en su interior.

Se arropó con una frazada y se recostó en el sillón de la sala, los sonidos del televisor iban y venían, inundaban la habitación, mas él ya no los escuchaba. Soñaba.

Llegó el sueño y le llevó a visitar bellos parajes, llenos de rosales, aves, niños, risas y mil cosas felices más; y cerca, muy cerca, en una banca de blanca piedra, en posición de “tu y yo”, se encontraba esperando su amor. Flotaba.

Cuando despertó, caminó hasta su cama, se metió entre las sábanas y dejó que un frío intenso, albergado en las sábanas de seda, le recorriera la espalda, hombros, cuello, cabeza y pudor. El sueño continuó.

Despertó muy tarde la otra mañana, se lavó muy rápido la boca y la cara. Se puso ropa limpia, zapatos y cinturón. Salió a la calle y caminó para alcanzar el camión. Esperó.

Llegó la noche y él seguía esperando, enfurecido, triste, llorando y lleno de dolor. Pasaron mil camiones y ninguno le llevó. Pasaron perros y ninguno le ladró. Pedrito, su vecino, de apenas unos 8 años de edad, ni si quiera le miro.

Lloraba, de una forma incontrolable, porque a un costado, en el suelo, una silueta blanca adornaba el suelo. Una muerte fresca y joven, marcada con tiza, pintada con resignación.

Al mirarla, recordó el instante, justo al cruzar la última calle, exactamente la noche anterior, en el que un deportivo negro le arrancó su más tierna ilusión.

martes, 22 de enero de 2008

El más grande tesoro

La sangre corría por sus labios, como cabellos al viento, guiados por las formas caprichosas del rostro de Augusto. El sabor lo extasiaba, le hacía desprender los pies del suelo y le llevaba a visitar parajes incomprendidos, entintados de noche amarga y de tristeza tranquila.


Hacía algún tiempo que había deseado encontrar en el mundo placer sin igual, pero no lo habría hallado en cosa hecha por manos de hombre. Visitó ruinas, templos, palacios y torres. Cruzó los mares, por arriba y por debajo, rastreando en el místico aroma del mar, un sabor a inocencia, un dejo de ansiedad y una pizca de soledad.


Al cabo de una vida de buscar sin encontrar, concluyó que la maravilla que le mantenía en un siempre despertar amargo, en una fría sábana de desilusiones, rodeado de almohadones rellenos de tristeza y bañados en llanto; un instinto, oculto hasta entonces en lo más oscuro de su ser, le hizo despertar de ese sueño inhóspito que le amarraba entre lazos de desesperación y le llevó al acto que más tarde otros habrían de lamentar.


Esta última mañana que tanto prodigio le trajo al corazón, sintió un deseo incontrolable por descifrar la maravilla más increíble de todo el universo: la vida. Se dejó llevar entonces por un pensamiento no aprobado y bebió de su sangre hasta que le hubo trasportado al otro lado del umbral que no había podido encontrar hasta entonces.


Fue así como el tesoro que tanto codiciaba llegó a su alma, y a su gente, la paz que sus corazones añoraban.

miércoles, 9 de enero de 2008

El peso de la culpa

Se rasca la cabeza. Se la rasca una y otra vez hasta arrancarse un mechón de pelo. Ha estado haciendo esto mismo desde hace varios días, lo ha hecho tantas veces que casi se ha quedado calvo, pero la comezón de la conciencia no lo deja en paz.

¿Cuantas veces pensó que lo que hacía no tenía sentido? ¿Cuantas más se acostó a dormir sin conciliar el sueño? ¿Cuantas veces escuchó esa voz interna que le repetía una y mil veces acerca de su error? Pero esos eran solo sueños.

Desde hace días que las voces se apagaron. Ahora está solo y deambula por las calles de la conciencia llamando a voces sin obtener respuesta. Se ha apartado de si mismo hasta quedar vacío, con la mente seca y la piel ardiendo a causa de esta culpa que no lo deja tranquilo.

¿Por qué nadie les advierte que esta tortura ha de llegar? ¿Es esta gente tan cruel, que es capaz de verte al filo de la muerte sin alertarte del peligro? ¿Por qué la muerte misma se apodera de tu mente y te deja en vida para sufrir los castigos de la providencia? Pero eso pasa en los sueños únicamente.

Con un último suspiro, al cual ni una sola gota de sufrimiento llega a cubrir su ausencia, abre las manos para dejarse caer a ese espacio entre la nada en cuyo fondo encuentra el final de sus pensamientos.

sábado, 5 de enero de 2008

Rafclo, el perro chimuelo

Rafclo, el perro chimuelo, ha vagado por las calles de Novotanea por casi una semana. A falta de alimento, se ha visto obligado a realizar las tareas más indignantes que un can pudiera realizar, lo que es más, se olvidó del orgullo y dignidad que habían acompañado su vida desde muchos años atrás.

Habría sido capaz de conseguir empleo, visitar a los amigos y hasta de formar una nueva familia, pero decidió salirse del camino, morder la vida por el lado fácil, demostrarle al mundo que valía más de lo que podían pagarle. Pero fracasó, por supuesto, y perdió hasta lo que más amaba, sus tesoros y recuerdos.

Ahora es un fantasma que anda de aquí a allá. No es más que la sombra de lo que en otro tiempo fue, y más triste aún, su sombra se desvanece a cada bocado que no da. Ya nada le parece bien, y ya nada le hará bien. Su único remedio es la muerte, que busca todos los días en las calles de Novotanea.

La gente, por otra parte, ya no lo puede ver más. Rafclo no se ha dado cuenta, pero hasta el carnicero Ramón, quien en otras vidas le diera los mejores huesos, lo ha sacado de su mente. Se ha convertido en un fantasma en sus recuerdos más olvidados, lo ha condenado a ser el alma en pena en sus sueños más retorcidos.

Al final del séptimo día, cuando ya toda esperanza estaba perdida, encontró la puerta que le llevaría a través del tiempo. Cuando la hubo cruzado, le hizo visitar los recuerdos de su infancia, de sus primeros pasos, el día de su mayor logro y culminó con una imagen que, más que perro, parecía ya un cadáver.

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