miércoles, 12 de agosto de 2009

Las lágrimas lavan las penas

Las últimas cuatro cuadras las había corrido tan rápido como sus piernas le permitieron.

Ahora, respirando con dificultad, se apoyaba en una pared gastada y gris, como la de cualquier otra parte de la ciudad.

Miraba hacia atrás porque tenía la impresión de que lo habían seguido, aunque esto difícilmente hubiera sido posible, porque después de el espectáculo que se había armado, apenas unos minutos atrás, cada quién pareció correr por diferentes calles y en busca de diferentes cosas. Daba la impresión de que se trababa de gotas de aceite resbalando por las calles de la ciudad y esparciéndose hasta ocupar las grietas, esparcidas cual si fueran surcos en la tierra.

Miraba hacia atrás y se preguntaba el porqué lo había hecho. Se reprendió una y otra vez, puesto que no podía creer que se hubiese permitido semejante lujo, porque hoy en día una osadía como esa era considerada de extrema opulencia. Ya nadie podía permitirse expresar lo que piensa en estos días, y menos de la forma en la que lo habían llevado a cabo Julio y sus amigos.

¿Amigos?, se repitió varias veces en la cabeza. Amigos lo que se encontraran a tu lado, indicándote el camino, asegurándose que nada malo te ocurriera mientras corrías calle arriba. Amigos los que te cobijan en sus oscuros mantos, para evitar que te encontrasen y te impusieran esa pena que lastima las mentes mas intranquilas, las más innovadoras, las más peligrosas.

No tengo amigos, se dijo, solo cómplices en la lucha por la supervivencia.

Solo entonces miró hacia delante, pensando que podría encontrar una salida, o mejor dicho una entrada a un lugar en el que pudiera pasar desapercibido por lo que restaba del día, del mes o del año. Todo había salido mal, por lo que ya no importaba lo que ocurriera, mientras pudiera salvar el pellejo.

Miró hacia delante y lo que encontró fue al diablo mismo.

-No puedes huir, Julio, ahora vendrás conmigo –dijo aquel ser mitad ángel mitad demonio, cuyos cabellos dorados se expandían de forma tan gloriosa como traicionera.

Pero Julio no pudo más que obedecer. Estaba todo perdido. No le era posible regresar sus pasos y tampoco podía darle la vuelta a ese ser que nada se le escapa, ni la más miserable de las existencias.

Cansado, mirándose los pies, como arrastrando su conciencia, comenzó a caminar detrás de Satanás.

-No me extraña que sepas quien soy, si me permites ser honesto contigo –dijo el maligno, sin siquiera dignarse a mirarle a los ojos.

El diablo se limitó a caminar en pos de una de las paredes al final de un callejón y la atravesó como si esta no existiera.

Julio, quien no parecía asombrado por lo que acabara de presenciar, se acercó lenta y calladamente hasta la pared y frotó una de sus manos contra los ladrillos. Estos eran pequeños y rojizos, dañados por el paso del tiempo, casi grises por la apatía de la gente.

Frotó su mano y los percibió macizos, inquebrantables, inamovibles; y sin embargo caminó en dirección de la pared y la atravesó cual si fuera esta la superficie del agua.

Una vez estando dentro, miró en todas direcciones. Se asombró de no estar asombrado por lo que veía, puesto que su corazón parecía comprender en donde se hallaba.
Al fondo de la habitación, sentado en una butaca de fino roble, se encontraba Satanás sosteniendo una copa de jerez en una de sus manos.

-Toma asiento –ordenó, ladeando ligeramente la copa y permitiendo que un poco del licor se derramara hacia el suelo.

El jerez, una vez en el aire, se evaporó casi tan rápido como caía hacia la madera que cubría el suelo, formando una cortina de vapor multicolor que lentamente sintonizó a Julio, dos años atrás, en una de las escenas que jamás pudo superar.

Julio estaba sentado junto a Ramón, su amigo de toda la vida, y se prometían complicidad pese a todas las circunstancias. Serían amigos en la traición y en la indagación. Serían como dos gotas de agua caminando en la misma dirección, en busca del mar.

Tras unos segundos, la imagen cobró vida y Julio pudo observarse saliendo de la casa de Ramón y cometiendo lo que sería su primer acto de infidelidad. Las imágenes sucedieron unas a otras, la iluminación de la habitación pareció disminuir en intensidad, mientras aquel film se reproducía sin piedad ante los ojos de un cansado, sudoroso, asustado y arrepentido Julio, quien tan solo podía repetirse una y otra vez: “así no fue como ocurrió…”.

Pero, ¿quien puede engañar al diablo? A ese engendro del engaño que mira todo cuanto es, como es y donde esté. ¿Quién puede osar pintarle la escena de otro color, intentando que el castigo pudiera ser mucho menor? Ciertamente, Julio no era ese alguien y dudaba que existiera alguno.

El diablo se disolvió en la habitación, no sin antes torcer la cara como en una mueca, como disfrutando del momento, como aquellas veces cuando uno espera tanto por realizar algo y al final sucede, pero se muestra uno prudente, justo, paciente, condescendiente.

Satanás desapareció y dejó a Julio encerrado en esa habitación llena de recuerdos, aquel que fuera su despacho durante tanto tiempo, pero esta carecía de puertas o ventanas. No había escapatoria y probablemente no la hubiera aún que hallase algún lugar por donde salir. Estaba condenado y no importara a donde fuera, su alma estaba destinada a pagar por todos y cada uno de sus errores.

Julio calló al suelo, de rodillas, y mantuvo la mirada fija en uno de los rincones, justo donde piedra y piedra se unen en un frío y llano gris del que no hay muestra más que inicio y fin. Fin, el mismo que siempre supo que venia y que ahora tendría que enfrentar.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas por horas, por días, meses o tal vez años. Uno nunca sabe cuanto tiempo pasa en ese lugar, porque ya no importa, sino lavar la conciencia de uno e intentar que en algún momento, por piedad, por justicia, por perdón u otro regalo de la providencia; su alma pueda liberarse del tormento y flotar libre, tranquila, hacia la paz de la exaltación.

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domingo, 17 de mayo de 2009

lágrimas negras

Todo ocurrió en el año 1897, cerca de un pueblo llamado Soledad de la Santa Ana. Habían pasado pocos minutos de las doce de la noche, aunque, en realidad, nadie ha podido decir exactamente a que hora sucedió. En la atmósfera, como solía ocurrir en esa temporada, había mucha humedad y la temperatura había descendido más de lo normal. Algunas personas dijeron que al caminar por las calles casi desiertas del pueblo, el aire frío que soplaba hería como espadas heladas que eran arrojadas en todas direcciones.

¿Qué fue lo que lo ocasionó? Sigue siendo una incógnita.

Algunos pobladores de la región han creado diversas historias al respecto, todas haciendo alusión a la virgen María y sus misterios. Otros dijeron, como era de esperarse, que había sido el diablo quien, él mismo, había perpetrado ese hogar, para demostrarle a la gente que existe y que deberían temerle. Más y más historias, similares unas con otras, surgieron por todos lados, siempre con estos dos protagonistas y ninguna respuesta concreta.

Gente de todas partes visitaron el pueblo para conocer los hechos y participar en rituales espirituales, conmocionados por la historia y motivados por ese morbo tan característico en el ser humano. Negocios se abrieron y cerraron, que comerciaban con fragmentos del lugar, como prueba de su existencia. Pronto tales recuerdos fueron falsos y se comercializaron en algunos otros lugares de la región. El turismo fluyó y la economía del pueblo prosperó.

Se construyeron parques y centros comerciales, hoteles y centros de convenciones, plazas, zócalos y zonas residenciales. Pronto, el pueblo se convirtió en una próspera ciudad en miniatura, que con el tiempo creció en todas direcciones, absorbiendo otras poblaciones y gentes. Al cabo de cien años, el viejo pueblo de Soledad, se convirtió en uno de los centros cosmopolita más importantes del país, cambiando su nombre a Solicity.

Al cabo de cien años, ya nadie recordaba ese trágico suceso que dio origen a ciudad tan monumental. Nadie, salvo una vieja que ahora se hallaba en el lecho de muerte, aspirando sus últimas veces.

Apuesto a que, por un momento, también lo olvidaron ustedes. Es la naturaleza del ser humano, olvidar para progresar. Olvidar para poderse perdonar, para mejorar. Pero hay quienes no olvidan, como esta pobre vieja, quien lloró sus últimas lágrimas antes de abandonar este mundo, al que no parecía importarle su sufrimiento, sus sueños e ilusiones destrozadas, su tormento, su vida arruinada y consumida por las lágrimas.

Hay otros que, así como tú, se interesan por lo trágico. Por el dolor del mundo, el cual alimenta sus almas y le da cierto brillo a su ser, a su propia vida. O tan solo se interesan en leer una buena historia. Sea lo que fuere, te diré lo que ocurrió, a riesgo de que te parezca estúpido, comparado con lo que sucedió a continuación. Puesto que nadie sabe exactamente que ocurrió, como, porqué o qué; lo haré dejando volar mi imaginación.

Esa noche, justo cuando la nana Ramona, a la que el niño Luisito solía llamar Nona; se disponía a apagar las velas que iluminaban la casa para irse a la cama, ocurrió que la nana enloqueció. Les podría decir que fue el frío el que hirió su mente, que su devoción por los santos trastornaron su consciente o que el diablo la convenció de cometer tal hecho atroz. Podría decirles esto y mucho más, pero el hecho mismo es que enloqueció hasta un punto poco creíble.
Cuando los padres ya se hallaban en su tercer sueño, cuando la gente del pueblo se hallaba lejos y pendiente de sus propios sueños, cuando ya nadie prestaba atención al frío de la noche, a las espadas que ultrajaban gente; la nana se dirigió al cuarto de Luisito, le sacó de la cama, le desvistió y le llevó a la parte posterior de la casa. Ahí, entre el frío de las rocas y excremento de los puercos, le degolló y separó cada uno de sus miembros. Cortó cada uno de sus ligamentos, dejando el cuerpo del niño desbaratado cual si fuere un rompecabezas. La calidad del corte y la precisión de los mismos dejarían desconcertados a toda la gente.

Al terminar, colocó cada pieza en su lugar. La sangre, congelada y aglutinada, unió las piezas el tiempo suficiente, hasta que los padres se despertaron y descubrieron su suerte.

Nona desapareció esa noche y ya nadie volvería a reconocerle, salvo ella misma, quien vivió muchos años, los suficientes para ver transformado el pueblo desde una distancia prudente.

Esta noche, después de llorarle a Dios con fe ferviente, después de intentarlo por su cuenta muchas veces, después de desvanecerse por las noches y rearmase por las mañanas; Nona murió, esperando que sus lágrimas lavaran su alma y enjuagaran su suerte. Esperando que el fuego del infierno fuese lo suficientemente caliente, como para reducir a cenizas su agonía, para apagar su mente.

Sus últimas lágrimas fueron negras. Nadie comprendió nunca el porqué.

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sábado, 2 de mayo de 2009

El frío bendito

La noche era fría, las calles vacías, las luces extintas y la gente dormida.

Según se veía, ya nada más pasaría. Este pueblo triste y viejo se moría cuando el reloj del palacio municipal marcaban las cero horas. Fantasmas de lo que fue el día, alcanzabana distinguirse en los rincones. El calor de las brazas y el fulgor de los azadones, se teñían de azul y se desvanecían. Dormían.

En la calle de la patrona de Santa María, esa noche algo sucedía.

Si siguiésemos los destellos de las estrellas, tras la funte que se hallase en la plaza principal, encontraríamos un agujero en los reflejos que nos llevará hasta el cruzamiento de la calle mencionada y la de Don Juan de la Cruz.

Ahí, agazapado cual tullido en el suelo o, dicho de una mejor forma, desplomado en el suelo, con los miembros temblando a causa del miedo; un hombre de edad incontable, de razgos manifiestos con crueldad, de ojos llorozos y semblante atroz; se hallaba rezando a la divina providencia pidiendo que Juan le fuese a buscar.

No sabría decirles quien es este Juan, ni porqué este anciano le implorase con fervor que su presencia le quisiera regalar. Lo que puedo ofrecerles, es decirles que su ánimo por este hecho le llevaba a suplicar a ese Dios de los grandes cielos que su persona le ayudase a rescatar.

Lloraba, pues, suplicaba, también, y nada ni nadie le había venido a socorrer.

Dios, tal vez, le quería en el suelo, pensaban algunos. Dios, tal vez, le castigaba de forma justa, pensaban otros más. No es mi intención haceles largo el cuento, así que les diré que nadie se había interesado en el bienestar de esta anciana personalidad. Ni siquiera ese Juan, que era seguro que se encontrara soñando con la chica rubia de la casa diez y seis en la calle de San Juan.

Lo único que había ozado presenciarse, habían sido las lágrimas que corrían por los surcos de su rostro.

El frío, tan mortal como el filo de un cuchillo, fué el único que se apiadó de su alma y le tomó en sus brazos, levantándole cual si fuese un recién nacido.

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