La sangre corría por sus labios, como cabellos al viento, guiados por las formas caprichosas del rostro de Augusto. El sabor lo extasiaba, le hacía desprender los pies del suelo y le llevaba a visitar parajes incomprendidos, entintados de noche amarga y de tristeza tranquila.
Hacía algún tiempo que había deseado encontrar en el mundo placer sin igual, pero no lo habría hallado en cosa hecha por manos de hombre. Visitó ruinas, templos, palacios y torres. Cruzó los mares, por arriba y por debajo, rastreando en el místico aroma del mar, un sabor a inocencia, un dejo de ansiedad y una pizca de soledad.
Al cabo de una vida de buscar sin encontrar, concluyó que la maravilla que le mantenía en un siempre despertar amargo, en una fría sábana de desilusiones, rodeado de almohadones rellenos de tristeza y bañados en llanto; un instinto, oculto hasta entonces en lo más oscuro de su ser, le hizo despertar de ese sueño inhóspito que le amarraba entre lazos de desesperación y le llevó al acto que más tarde otros habrían de lamentar.
Esta última mañana que tanto prodigio le trajo al corazón, sintió un deseo incontrolable por descifrar la maravilla más increíble de todo el universo: la vida. Se dejó llevar entonces por un pensamiento no aprobado y bebió de su sangre hasta que le hubo trasportado al otro lado del umbral que no había podido encontrar hasta entonces.
Fue así como el tesoro que tanto codiciaba llegó a su alma, y a su gente, la paz que sus corazones añoraban.