Era un sábado por la noche, muy entrada ya la noche, cuando se ha escuchado el primer grito de dolor. Cuando ya todos estaban en cama, en el suelo o en el patio, inconscientes por el sueño, digeridos por el sopor; cuando el grito se elevó hasta los confines de la tierra y desapareció entre las nubes y más allá de las estrellas, hasta que no quedó más que el respingo que de la cama a mucha gente sacó.
Este grito, el cual nunca antes había ocurrido, fue el mismo que a don Teófilo le hizo pensar que el día que tanto temía se acercaba ya por la ventana y le bañaba de llanto los pies. ¡Qué horror! ¡Qué fastidio! Este señor se ha tirado al piso y con sus lágrimas ha formado un río que lleva entre la corriente trazos de dolor y desesperación.
Una brisa de aire frío se mezcla lentamente con los suspiros de la gente, quienes, sin prestarle mucho de su consciente, se entregan a ese placer que solo se da por las noches y que tanto nos hace bien.
El caso es que ese grito, que tenía a don Teófilo con la cara en el piso, ha sido la señal que alguna vez habría de llegar, bien lo sabía este viejito. “Llegará y el dolor te consumirá” fueron las palabras que el espectro había alcanzado a pronunciar.
Dolor. No había otra cosa en su cuerpo. Dolor, lágrimas y más dolor. Su carne se desintegró con cada suspiro. Con cada lágrima sus pecados lavó. Cuando la última gota hubo llegado al suelo, un segundo grito manó del mismo y por las calles del pueblo vagó.
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