Estaba Lauro condenado a pasar los últimos instantes de su vida conectado a un respirador artificial. La gente que le rodeaba no lograba establecer una conexión ni siquiera similar con él y pronto se fastidiaron de verle sufrir y morir. A partir de ese momento, Lauro quedó abandonado a los martirios de una muerte lenta, dolorosa y solitaria.
Podía decirse entonces que no sentía dolor alguno. Que su alma le había abandonado desde hacía mucho tiempo, puesto que su cuerpo no demostraba verse afectado por el frío o el contacto humano. Sin embargo, las leyes del estado prohibían retirarle el aquel oxígeno que le mantenía vivo, hasta que familiar alguno le concediera aquella gracia mortal y el final de su agonía.
Una noche, tras un trágico accidente en el que el hospital se vio superado en su capacidad, fue desconectado de sus máquinas y abandonado en un viejo pasillo del edificio. Poca gente se enteró de su estancia en este frío y hostil lugar, y la que pudo enterarse no logró hacerlo debido a que Lauro no dio muestras de incomodidad o aflicción.
Abandonado a su cruel destino, del que ya no tenía caso escapar, Lauro se refugió en lo más profundo de su imaginación. Visitó su hogar, su familia y todo lo que pudo recordar. Evitó aquellos momentos que le arrebataron la felicidad. Viajó por mucho tiempo, entonces, hasta que su cuerpo se apagó y las cadenas que le ataban a este mundo se rompieron y le concedieron su anhelada libertad.
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