domingo, 17 de mayo de 2009

lágrimas negras

Todo ocurrió en el año 1897, cerca de un pueblo llamado Soledad de la Santa Ana. Habían pasado pocos minutos de las doce de la noche, aunque, en realidad, nadie ha podido decir exactamente a que hora sucedió. En la atmósfera, como solía ocurrir en esa temporada, había mucha humedad y la temperatura había descendido más de lo normal. Algunas personas dijeron que al caminar por las calles casi desiertas del pueblo, el aire frío que soplaba hería como espadas heladas que eran arrojadas en todas direcciones.

¿Qué fue lo que lo ocasionó? Sigue siendo una incógnita.

Algunos pobladores de la región han creado diversas historias al respecto, todas haciendo alusión a la virgen María y sus misterios. Otros dijeron, como era de esperarse, que había sido el diablo quien, él mismo, había perpetrado ese hogar, para demostrarle a la gente que existe y que deberían temerle. Más y más historias, similares unas con otras, surgieron por todos lados, siempre con estos dos protagonistas y ninguna respuesta concreta.

Gente de todas partes visitaron el pueblo para conocer los hechos y participar en rituales espirituales, conmocionados por la historia y motivados por ese morbo tan característico en el ser humano. Negocios se abrieron y cerraron, que comerciaban con fragmentos del lugar, como prueba de su existencia. Pronto tales recuerdos fueron falsos y se comercializaron en algunos otros lugares de la región. El turismo fluyó y la economía del pueblo prosperó.

Se construyeron parques y centros comerciales, hoteles y centros de convenciones, plazas, zócalos y zonas residenciales. Pronto, el pueblo se convirtió en una próspera ciudad en miniatura, que con el tiempo creció en todas direcciones, absorbiendo otras poblaciones y gentes. Al cabo de cien años, el viejo pueblo de Soledad, se convirtió en uno de los centros cosmopolita más importantes del país, cambiando su nombre a Solicity.

Al cabo de cien años, ya nadie recordaba ese trágico suceso que dio origen a ciudad tan monumental. Nadie, salvo una vieja que ahora se hallaba en el lecho de muerte, aspirando sus últimas veces.

Apuesto a que, por un momento, también lo olvidaron ustedes. Es la naturaleza del ser humano, olvidar para progresar. Olvidar para poderse perdonar, para mejorar. Pero hay quienes no olvidan, como esta pobre vieja, quien lloró sus últimas lágrimas antes de abandonar este mundo, al que no parecía importarle su sufrimiento, sus sueños e ilusiones destrozadas, su tormento, su vida arruinada y consumida por las lágrimas.

Hay otros que, así como tú, se interesan por lo trágico. Por el dolor del mundo, el cual alimenta sus almas y le da cierto brillo a su ser, a su propia vida. O tan solo se interesan en leer una buena historia. Sea lo que fuere, te diré lo que ocurrió, a riesgo de que te parezca estúpido, comparado con lo que sucedió a continuación. Puesto que nadie sabe exactamente que ocurrió, como, porqué o qué; lo haré dejando volar mi imaginación.

Esa noche, justo cuando la nana Ramona, a la que el niño Luisito solía llamar Nona; se disponía a apagar las velas que iluminaban la casa para irse a la cama, ocurrió que la nana enloqueció. Les podría decir que fue el frío el que hirió su mente, que su devoción por los santos trastornaron su consciente o que el diablo la convenció de cometer tal hecho atroz. Podría decirles esto y mucho más, pero el hecho mismo es que enloqueció hasta un punto poco creíble.
Cuando los padres ya se hallaban en su tercer sueño, cuando la gente del pueblo se hallaba lejos y pendiente de sus propios sueños, cuando ya nadie prestaba atención al frío de la noche, a las espadas que ultrajaban gente; la nana se dirigió al cuarto de Luisito, le sacó de la cama, le desvistió y le llevó a la parte posterior de la casa. Ahí, entre el frío de las rocas y excremento de los puercos, le degolló y separó cada uno de sus miembros. Cortó cada uno de sus ligamentos, dejando el cuerpo del niño desbaratado cual si fuere un rompecabezas. La calidad del corte y la precisión de los mismos dejarían desconcertados a toda la gente.

Al terminar, colocó cada pieza en su lugar. La sangre, congelada y aglutinada, unió las piezas el tiempo suficiente, hasta que los padres se despertaron y descubrieron su suerte.

Nona desapareció esa noche y ya nadie volvería a reconocerle, salvo ella misma, quien vivió muchos años, los suficientes para ver transformado el pueblo desde una distancia prudente.

Esta noche, después de llorarle a Dios con fe ferviente, después de intentarlo por su cuenta muchas veces, después de desvanecerse por las noches y rearmase por las mañanas; Nona murió, esperando que sus lágrimas lavaran su alma y enjuagaran su suerte. Esperando que el fuego del infierno fuese lo suficientemente caliente, como para reducir a cenizas su agonía, para apagar su mente.

Sus últimas lágrimas fueron negras. Nadie comprendió nunca el porqué.

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sábado, 2 de mayo de 2009

El frío bendito

La noche era fría, las calles vacías, las luces extintas y la gente dormida.

Según se veía, ya nada más pasaría. Este pueblo triste y viejo se moría cuando el reloj del palacio municipal marcaban las cero horas. Fantasmas de lo que fue el día, alcanzabana distinguirse en los rincones. El calor de las brazas y el fulgor de los azadones, se teñían de azul y se desvanecían. Dormían.

En la calle de la patrona de Santa María, esa noche algo sucedía.

Si siguiésemos los destellos de las estrellas, tras la funte que se hallase en la plaza principal, encontraríamos un agujero en los reflejos que nos llevará hasta el cruzamiento de la calle mencionada y la de Don Juan de la Cruz.

Ahí, agazapado cual tullido en el suelo o, dicho de una mejor forma, desplomado en el suelo, con los miembros temblando a causa del miedo; un hombre de edad incontable, de razgos manifiestos con crueldad, de ojos llorozos y semblante atroz; se hallaba rezando a la divina providencia pidiendo que Juan le fuese a buscar.

No sabría decirles quien es este Juan, ni porqué este anciano le implorase con fervor que su presencia le quisiera regalar. Lo que puedo ofrecerles, es decirles que su ánimo por este hecho le llevaba a suplicar a ese Dios de los grandes cielos que su persona le ayudase a rescatar.

Lloraba, pues, suplicaba, también, y nada ni nadie le había venido a socorrer.

Dios, tal vez, le quería en el suelo, pensaban algunos. Dios, tal vez, le castigaba de forma justa, pensaban otros más. No es mi intención haceles largo el cuento, así que les diré que nadie se había interesado en el bienestar de esta anciana personalidad. Ni siquiera ese Juan, que era seguro que se encontrara soñando con la chica rubia de la casa diez y seis en la calle de San Juan.

Lo único que había ozado presenciarse, habían sido las lágrimas que corrían por los surcos de su rostro.

El frío, tan mortal como el filo de un cuchillo, fué el único que se apiadó de su alma y le tomó en sus brazos, levantándole cual si fuese un recién nacido.

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